DESPERTA FERRO CONTEMPORANEA 44: LOS ULTIMOS DE FILIPINAS

DESPERTA FERRO CONTEMPORANEA 44: LOS ULTIMOS DE FILIPINAS

Editorial:
DESPERTA FERRO
Año de edición:
ISBN:
978-92-0-407039-2
Páginas:
68
Encuadernación:
Grapado
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El 21 de abril de 1898 comenzó la Guerra Hispano-Estadounidense, una contienda que a priori debía de haberse centrado en la isla de Cuba, que fue su casus belli. Sin embargo, pocos días después la escuadra norteamericana del Pacífico, del comodoro Dewey, llegaba frente a la bahía de Manila. Guerra deseada por los agresores y esperada por la escuadra española del contralmirante Montojo en su base de Cavite. Esta se preparó como mejor decidieron sus mandos pero, en la jornada del 1 de mayo, fue contundentemente derrotada. La pérdida de la flota galvanizó a los rebeldes filipinos, y la llegada de su líder, Emilio Aguinaldo, unos días después, hizo que la guerrilla se convirtiera en una fuerza armada que, poniéndose a disposición y a la vez esperando la ayuda del Gobierno de Washington, no tardó en poner cerco a Manila. A primeros de julio llegó a la isla de Luzón el primer contingente norteamericano, y el 13 de agosto estos lanzaron un asalto contra el perímetro defensivo la capital filipina que acabó con la rendición de la plaza un día después de la firma del armisticio entre los dos contendientes. Mientras, y mucho después, hasta el 2 de junio de 1899, un puñado de soldados resistía en la iglesia de un pueblecito llamado Baler, incrédulos ante la rendición, irreductibles al desaliento, habían resistido durante meses en defensa de un puesto militar que ya no era suyo. Eran los últimos de Filipinas.

Filipinas. La colonia deseada por María Dolores Elizalde (Instituto de Historia, CSIC)

El interés de las grandes potencias por Filipinas coincidió con el incremento de la expansión occidental por Asia y el Pacífico. La obligada apertura de China y de Japón, el asentamiento europeo en el sudeste asiático y en puertos de especial importancia estratégica, la penetración en los mercados regionales, la inauguración de nuevas rutas de comunicación y los adelantos técnicos que permitían desplazamientos más rápidos y seguros impulsaron el interés por el área y, en ese contexto, también por el archipiélago filipino, estratégicamente situado. En aquel momento, Gran Bretaña tenía un gran imperio que iba desde la India hasta el norte de Borneo, así como diversos grupos de islas en el Pacífico; Francia se había asegurado Indochina, así como las islas de la Polinesia; Alemana estaba desarrollando una política de expansión mundial que la había llevado hasta Nueva Guinea y Samoa y buscaba penetrar en China; Rusia seguía su expansión hacia Manchuria y Corea y Japón se había anexionado recientemente la isla de Formosa, muy cerca de la colonia española que, ambicionada por todos ellos se hallaba en el ojo del huracán. Solo faltaban los Estados Unidos, cuyos intereses en China exigían una base cercana y, por ello, acabarían convirtiéndose en el actor fundamental de la pérdida de esta colonia, atacada y anexionada con ocasión de la Guerra Hispano-Norteamericana ante la pasividad de las demás potencias.

La batalla naval de Cavite por Agustín Ramón Rodríguez González

Al amanecer del 1 de mayo de 1898, aparecieron sobre el horizonte las columnas de humo que anunciaban la llegada del escuadrón naval del comodoro Dewey. En guerra con Estados Unidos, para los oficiales y marinos de la flota española aquello solo significaba una cosa, aquel día iban a combatir. Con la flota defensora anclada tras Punta Sangley para luchar desde una posición fija dado el mal estado de algunos de sus barcos, los agresores tuvieron todo el tiempo necesario para cruzar la bahía de Manila y acercarse hacia la ciudad antes de virar hacia el sudoeste en dirección al arsenal de Cavite, donde los esperaban sus enemigos. El bombardeo comenzó muy temprano, los norteamericanos fueron dado bordadas para atacar con una y otra andana, los españoles trataron de responder con un ataque de torpedos, única arma en la que eran superiores, mientras el castigo caía incesantemente sobre sus buques. En un momento dado el comodoro Dewey, que se lo jugaba todo en aquel envite, rompió el contacto porque le habían informado de que quedaba poca munición. Mientras, el contralmirante español, Patricio Montojo, desembarcaba para que le trataran una herida tras ordenar que se combatiera hasta el final y luego se hundieran los barcos, mermando así la moral de quienes se quedaron a enfrentar el segundo ataque estadounidense, que en esta ocasión fue definitivo.

La defensa de Manila por Luis E. Togores (Universidad San Pablo CEU)

Desde principios de mayo la flota de Dewey había logrado el bloqueo naval de la bahía y la ciudad y sus habitantes había quedado a su propia suerte. El temor principal era que una entrada violenta de las fuerzas filipinas acabara en una masacre y, para evitarlo, se había construido una línea defensiva formada por quince blocaos comunicados por trincheras y se habían desplegado tropas tanto para defender esta línea como para guarnecer el frente marítimo, por si los norteamericanos intentaban desembarcar. Además, se habían creado varias columnas volantes, con capacidad para desplazarse y atacar al enemigo donde fuera necesario. Sin embargo, las cosas no hicieron más que empeorar. La pérdida del depósito de Santolán y de las bombas de San Juan del Monte dejó a la ciudad sin agua y la deserción de los soldados de origen filipino que habían combatido en el Ejército español, no solo suministró soldados entrenados a los sitiadores, sino también información sobre los puntos más débiles de las defensas. Los asaltos de los filipinos fueron furiosos pero, aunque estuvieron a punto en varias ocasiones, fueron incapaces de romper las defensas antes de la llegada de los norteamericanos, que hicieron sus primeros tanteos a finales de julio y lanzaron el asalto definitivo el 13 de agosto, acción militar que llevaron a cabo en paralelo con unas negociaciones que no tardaron en llevar, ese mismo día, a la rendición de la plaza.

El asedio de Baler por Carlos Madrid Álvarez-Piñer (University of Guam)

A finales de junio de 1898, preocupados por el ambiente de rebelión que sentían a su alrededor y tras sufrir una emboscada una de sus patrullas, el capitán Enrique de las Morenas ordenó que los hombres de su destacamento se refugiaran en el interior de la iglesia de Baler. Así empezó la gesta de los últimos de Filipinas, la pequeña fuerza española que, contra viento y marea, iba a resistir durante trescientos treinta y siete días el asedio de las fuerzas tagalas. Durante aquellas largas jornadas, los hombres encerrados en la iglesia tuvieron que enfrentarse a numerosos problemas. Los sitiadores, que nunca consiguieron romper las defensas ni evitar las incursiones de los españoles, el hambre y la sed, el tedio mortal de aquellos días interminables y, sobre todo, el beriberi. Esta enfermedad, cuyo origen era desconocido para los sitiados, fue la causa de bajas más importante entre los defensores, de ella murieron dos de los tres oficiales que comandaban la guarnición, quedando solo el teniente de segunda Saturnino Martín Cerezo, quien desde el principio se había convertido en el alma de la resistencia. Fue este oficial quien rechazó los distintos intentos que llevaron a cabo los sitiadores por explicar a los defensores que la guerra había terminado, por medio de otros prisioneros españoles o por medio de oficiales venidos expresamente desde Manila, hasta que finalmente, la lectura de una noticia en un periódico que no podía ser inventada, convenció al segundo teniente de que, efectivamente, la guerra había terminado y las Filipinas ya no eran españolas.

El regreso a casa por José María Fernández Palacios (Universidad Complutense de Madrid y Asociación Española de Estudios del Pacífico)

La repatriación de los prisioneros en manos de los norteamericanos fue, al igual que en las Antillas, relativamente rápida. Ya el acuerdo de capitulación de Manila establecía una serie de salvaguardias al honor, la integridad física y material de las fuerzas que habían defendido la capital. Ello otorgaba una mejor perspectiva de presente a estos cautivos, ahora ya, al menos, regularmente alimentados por los vencedores, tras semanas de privaciones; pero también de futuro, al comprometerse los estadounidenses a correr con los gastos del futuro regreso del contingente europeo e, incluso, de los “oficiales del país que deseen ir a España” –la tropa indígena quedó excluida y se estableció su licenciamiento–. El artículo 5.º del Tratado de Paz de París, de 10 de diciembre de 1898, recogió expresamente aquella promesa a los defensores de Manila. Respecto al resto de cautivos, el artículo 6.º fijaba el compromiso mutuo de liberar y transportar a sus lugares de origen a todos los prisioneros de guerra, así como a los presos políticos encarcelados a causa de las insurrecciones cubana y filipina, con cuyos dirigentes los Estados Unidos se comprometían a gestionar la liberación de los cautivos españoles.

El conflicto filipino-norteamericano por José María Fernández Palacios (Universidad Complutense de Madrid y Asociación Española de Estudios del Pacífico)

Exiliado en Hong Kong tras la paz de Biak na Bató, Emilio Aguinaldo no tardó en entrar en contacto con los norteamericanos para renovar la ofensiva revolucionaria contra los españoles, pero esta vez en un contexto muy distinto. El estallido de la guerra de 1898 y la pronta ofensiva naval estadounidense en la bahía de Manila prepararon el regreso del líder filipino, ahora con nuevos aliados que, esperaba, le ayudarían a conseguir la emancipación de su país. Sin embargo, no tardaron en llegar las decepciones. Las evasivas de Dewey y otros emisarios del presidente McKinley a dar garantías al líder tagalo llevaron a este a proclamar la independencia de Filipinas el 12 de junio de 1898, acto al que habían sido invitados los mandos militares norteamericanos, pero no comparecieron. Las máscaras cayeron el 13 de agosto cuando, una vez rotas las líneas españolas, las tropas norteamericanas maniobraron para impedir que los filipinos entraran en Manila, frustrando por completo las ambiciones de Aguinaldo, quien tuvo que mantener la capital de su nueva república en Malolos. Pocos meses después, en febrero de 1899, la muerte de algunos combatientes tagalos en las trincheras en torno a la capital provocaría el estallido de una nueva guerra, esta vez entre los antiguos aliados, una contienda que sería cruel en extremo y que acabaría, temporalmente, con las aspiraciones filipinas.

La pérdida del imperio por Carlos Dardé (Universidad de Cantabria)

La pérdida del imperio no produjo en España una revolución. En julio y agosto de 1898 se temió un golpe militar en contra de la decisión del Gobierno liberal de Práxedes Mateo Sagasta de pedir la paz; en los meses siguientes, se creyó que la repatriación de los soldados provocaría una reacción popular que derribaría la monarquía borbónica, pero ni aquel ni esta se produjeron. La Corona resistió, la Constitución de 1876 continuó vigente durante veinticinco años más, los conservadores sustituyeron en el Gobierno a los liberales y, año y medio después, los liberales a los conservadores. No hubo una debacle, pero la derrota del noventa y ocho tuvo consecuencias importantes en el curso inmediato de la política española –el liderazgo de Francisco Silvela en el Partido Conservador y la potenciación del catalanismo político– y otras más difusas –el “regeneracionismo” en todos los terrenos, y el resentimiento del Ejército contra “los políticos”– que se manifestaron en las siguientes décadas.

La herencia española en Filipinas por Miguel Luque Talaván (Universidad Complutense de Madrid)

El final de la guerra hispano-norteamericana de 1898 y el posterior Tratado de París, firmado el 10 de diciembre de aquel año, pusieron fin a más de tres siglos de presencia española en las islas Filipinas. Sin embargo, la separación político-administrativa no supuso el término de las relaciones entre estas y España. Fueron muchos los españoles que se quedaron en el archipiélago después de la pérdida de las islas. A su adaptación a una nueva realidad, a sus actividades políticas y económicas, y a la pervivencia del idioma dedicamos este artículo. Con la firma del Tratado de París, y al igual que sucedió en el resto de las posesiones ultramarinas hispanas del Caribe y del océano Pacífico, hubo dos grupos de población que tuvieron que optar entre la repatriación –caso, fundamentalmente, de las autoridades civiles y militares y de las tropas– o la adaptación a una nueva realidad. Esta última, bajo la soberanía estadounidense en sus diversas etapas: gobierno militar (1898-1901), gobierno civil (1901-1935), Mancomunidad (1935-1945) y, al finalizar la Segunda Guerra Mundial, gobierno independiente desde el 4 de julio de 1946.

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