La afirmación clave de El ídolo y la distancia es que Dios no viene a nosotros sino en cuanto nos precede. Dios sobrepasa nuestros ídolos sensibles o conceptuales para alcanzamos precisamente allí donde no lo esperábamos: en la distancia misma.
La metafísica, cuando intenta probar la muerte de Dios, lo que realmente prueba es el ocaso del ídolo conceptual que había bautizado, de su propia cosecha, "dios". El abismo que provoca este ídolo derrumbado, lejos de zanjar la cuestión de Dios, la abre de par en par a la paradoja de la distancia: pues el Absoluto llega retirándose de todo ídolo.
Pero su llegada es tan apremiante que sobrepasa tanto la ausencia desheredada como la presencia disponible. La distancia no viola el retiro donde se hace posible el acceso al Absoluto. La intimidad crece con la diferencia.
De Nietzsche a Hölderlin, de Hölderlin a Dionisio Areopagita, la "muerte de Dios" se convierte constantemente, poniendo fuera de juego al Absoluto, en el rostro moderno de su fidelidad eterna, para insinuar finalmente su reserva paternal. Si el Absoluto se sugiere en el retiro, como Padre, ¿quizás podríamos habitar la distancia, en tanto que hijos? Así se pone en evidencia la distancia, en un doble debate con la teología de la Trinidad y el pensamiento de la diferencia, es decir, en el juego, en que, sobre el terreno abierto por M. Heidegger, intervienen E. Levinas, J. Derrida y H. Urs von Balthasar, y donde finalmente, el icono sitúa la diferencia en la distancia.